Es cierto que Bilbao es una ciudad con muchos rincones para descubrir,
muchos museos que visitar, muchas iglesias donde entrar, muchos montes o
colinas que subir… En definitiva, Bilbao no es un pueblito que se
recorra en dos horas, aunque solemos decir aquello de: “Bilbao es un
pañuelo”. A pesar de sus dimensiones, quiero demostraros con este post,
que en ocho horas alguien que venga por primera vez a Bilbao y que tenga
ganas de andar, puede hacerse una idea muy completa de lo que
diariamente es nuestra ciudad y de cómo somos los bilbaínos.
El jueves día 1 de octubre, una joven cántabra que no conocía nuestra
villa, se decidió a venir a conocerla si era yo quien se la mostraba.
A las once menos tres minutos me encontraba en la estación de autobuses
Termibús, acompañada de Andoni, que inmortalizaría con su cámara este
intenso pero divertido día.
Yo, a pesar de conocerla, escribí su nombre en un folio al estilo de los
chóferes que van a buscar a gente importante a los aeropuertos. Sabía
que le gustaría y no me equivoqué. Al verme su cara se iluminó mientras
nos fundimos en un abrazo.
*
Después de interesarme por su viaje le indiqué que lo primero seria ver
La Catedral pero…la de fútbol, así que la lleve a San Mamés. Dimos una
vuelta completa al campo por el exterior. Afortunadamente, había alguna
puerta abierta y pudo hacerse una idea de cómo eran las gradas.
Desde las inmediaciones del campo le expliqué la futura obra en el canal
de Deusto. Le hablé del Monte Banderas y del antiguo astillero
Euskalduna.
Continuamos camino hacia el Sagrado Corazón y, mientras pasábamos por
los jardines de la Misericordia, le fui contando cuál era el origen del
nombre de San Mamés y porqué a los jugadores se les llama leones. Le
hizo mucha gracia la anécdota y me aseguró que la contaría a sus amigos
futboleros.
En la plaza del Sagrado Corazón, le expliqué una breve historia sobre la
estatua y le indiqué dónde empezaba desde aquí la calle más importante
de Bilbao.
Nos dirigimos hacia el Museo Marítimo y, la foto desde arriba con la
grúa Karola al fondo, es imprescindible. Por las escaleras bajamos hasta
la puerta principal del museo, al que accedimos pero solo hasta el
hall.
Le hablé del curioso nombre de la grúa y, como era de rigor, le enseñé
la gabarra y alguno de los barcos que se encuentran en el dique seco del
museo.

También le hablé de la casa de bombas y de los deportes que se practican
en la ría. Se quedó asombrada de la gran actividad de nuestra arteria
principal.
En los alrededores del Palacio Euskalduna nos detuvimos para explicarle
el material utilizado en su construcción que le da ese aspecto
herrumbroso.
Le pedí que se fijara en las farolas, en la estatua de Dali
dentro del lago y, al otro lado de la ría, en nuestro emblemático
tigre.
Todas las historias que le contaba tanto de los tomates de Deusto o de
por qué el querido felino enseña sus fauces hacia el centro de Bilbao,
le arrancaban una sonrisa o una exclamación.
Entramos en uno de los pulmones de la ciudad, quizá el más querido por
los niños de todas las edades y todas las épocas. Le comenté las
innumerables caídas de los bilbaínos de hace 40 años en los famosos
triciclos de hierro; a punto estuve de enseñarle alguna cicatriz mía en
la rodilla.
Después de saludar y fotografiarse con Verdi, nos dirigimos
al estanque que, en ese momento, estaban limpiando.
Nos sentamos en un
banco a reposar y, para coger fuerzas, saqué un par de bollos de
mantequilla típicos de Bilbao, que ella no había saboreado nunca. Le
gustó mucho y se lo comió mientras le hablaba de los pavos reales, del
palomar, de los barquilleros y de tantas y tantas historias de nuestro
parque.
Subimos hacia la zona de columpios para presentarle al payaso por
excelencia, al inigualable Tonetti.
De allí nos dirigimos al Museo de
Bellas Artes, donde posó junto a Melpómene mientras le explicaba que, en
otros tiempos de menos libertad, hubo quien se quejó de la impúdica
musa, obligando al Consistorio a encargar otra con ropa, mientras que
esta fue delegada al sótano de la pinacoteca.
Pasados esos años
convulsos, pudo salir al exterior, a su lugar original y, su hermana
vestida, decora una fuente en el paseo de Uribitarte.
Desde la plaza del Museo y, después de alguna foto para el recuerdo, nos
encaminamos al siguiente destino que sería ni más ni menos que el Museo
Guggenheim.
Al llegar y, desde lo alto, le señalé el edificio de la Universidad
de Deusto y cada uno de los edificios que se pueden observar desde aquí.
Le encantó nuestro perrito al que solo había visto en fotos y, por
supuesto, no sabía cómo era su estructura ni su sistema de riego hasta
que se lo detallé yo.
Dentro del museo todo le llamó la atención, las líneas curvas, la
seguridad, la cantidad de turistas, los laberintos de Serra…todo.
Fue
una pena que los tulipanes de Jeff Koons no se encontraran en su lugar
habitual ya que los están restaurando.
Cuando abandonamos el museo lo hicimos por la puerta más cercana a la
ría para que admirara la obra de Anish Kapoor y la Araña Mummy.
Nuestro paseo continuó por la orilla de la ría; al pasar debajo del
Puente de la Salve, le expliqué el porqué de ese nombre y también le
hablé de los saltos del campeonato Red Bull Cliff Diving de la semana
anterior que congregó a miles de bilbaínos en torno a este puente.
La Puerta de los Honorables fue escenario también de fotos y de explicaciones.
Llegamos al puente Zubi-Zuri y, desde lo alto, le hablé de las Torres
Isozaki, le señalé la Basílica de Begoña y, sobre todo, le mostré la
alfombra que despertó su curiosidad.
Habíamos cruzado al Campo Volantín y ella no tenía ni idea del lugar al
que nos dirigíamos. Yo quería que fuese una sorpresa.
No es la primera
vez que lo hago y, siempre se sorprende la gente cuando cruza el umbral
de la estación del Funicular de Artxanda.
Ana observaba fascinada cómo llegaba el que nos trasladaría en tres
minutos a la cima del monte que tantos y tantos domingos he subido con
mis padres cuando era niña.
Durante el viaje, sus pupilas captaban todo mientras yo le indicaba los
nombres de los lugares que pasábamos como Mirador a Bilbao o Ciudad
Jardín.
Ya estábamos arriba, en el mirador, contemplando la Capital del Mundo
desde lo alto. Aquel es un magnífico lugar para señalar e ir explicando
cada edificio o cada parque o los montes de en frente.
Ella estaba feliz, se le notaba. El entorno le resultó precioso y, a esas horas, muy tranquilo.
Minutos más tarde salíamos de nuevo a la plaza del Funicular camino del Ayuntamiento.
Frente a esta construcción de estilo ecléctico del año 1892 y, mientras
posaba para el fotógrafo, le indiqué cuáles eran las ventanas del Salón
Árabe, escenario de tantos actos lúdicos e institucionales.
Le llamó mucho la atención el nombre de la escultura de Oteiza. Claro, como a todo el mundo.
Otra cosa que hubo que explicarle fue el sistema de apertura que tuvo el
puente del Ayuntamiento, ya que, mientras andábamos por encima, se
movió un poco, como sucede siempre que pasa un vehículo grande y pesado.
Los bilbaínos ya no lo notamos pero la gente de fuera sí, así que,
merece una aclaración.
Llegamos al Arenal, donde el kiosco nos recibe sin músicos y, por lo tanto, sin música.
Pregunta el nombre de la iglesia y yo le aclaro que se trata de la
Iglesia de San Nicolás, llamada así en honor de los pescadores.
Entonces
aprovecho para hablarle de los barcos que llegaban hasta aquí y de que
si se llama Arenal es porque aquí hubo arena, cosa que parece lógica
pero que no todo el mundo sabe.
También le hablo del Teatro Arriaga, del rascacielos de la calle Bailén,
de la estación de la Concordia y del edificio de la Sociedad Bilbaína.
Entramos en la calle Correo, repleta de turistas y gente con prisa. Es
la hora de comer, unos irán a sus casas y otros buscan una buena mesa
donde probar nuestras exquisiteces.
Eso fue lo que hicimos nosotros. No nos costó decidirnos por un
restaurante, estaba planificado, con lo que no perdimos el tiempo. En
apenas una hora, habíamos dado buena cuenta de unas ensaladas, un
sabroso bacalao y un postre casero.
Para bajar la comida nos dirigimos a la plaza de la Catedral, a
Santiago. Después de la foto, nos pidió que le acompañáramos a una
tienda de souvenirs donde adquirió un recuerdo con imágenes de Bilbao.
Una parada y una explicación en la Fuente del Perro.
La iglesia de San Antón fue nuestro siguiente destino; para nuestra
decepción, la puerta cerrada, nos impidió ver los restos de la antigua
muralla y Ana se tuvo que conformar con mi explicación.
Le hablé del puente, del escudo de la villa, de los lobos, de la familia
López de Haro, de la Estación de Atxuri y de todo lo que desde el
puente abarca la vista.
Entramos en el mercado de la Ribera; todavía no estaban abiertos los
puestos de comida pero sí las cafeterías. Las vidrieras y la
arquitectura del edificio le fascinaron.
Era momento de visitar el Museo Vasco, el mejor desde mi punto de vista.
Los jueves la entrada es gratuita, por lo que no es necesario acercarse
al mostrador para solicitar el ticket.
Subimos en ascensor a la tercera planta donde, la maqueta, nos da una idea del aspecto de Bizkaia a vista de pájaro.
Fuimos descendiendo por las escaleras mientras le explicaba
diferentes escenas de las fotografías realizadas por Eulalia Abaitua que
cuelgan por las paredes entre los pisos.
Nos detuvimos en mi cuadro favorito; una escena de una cena navideña de una familia vasca pintada por Enrique Albizu.
Otra de las salas donde pasamos unos minutos observando y comentando la manera de tejer de aquella época, fue la de los telares.
Desgraciadamente no pudo ver el claustro ni el Mikeldi, ya que permanece
cerrado para restaurar tan importante joya, quizá la más importante del
museo.
Una vez fuera le señalé el busto de Unamuno encima del pedestal y las
escaleras para subir a visitar a la Amatxu de Begoña. Allí también le
hablé del Museo Arqueológico situado en la antigua estación de Lezama.
Al entrar en la plaza Nueva, la algarabía habitual nos recibió. Muchos
niños que, una vez terminadas sus obligaciones escolares, se divierten
en este rincón del Casco Viejo. Quiso saber que significaba
Euskaltzandia y, allí, se lo expliqué.
El reloj de la plaza nos indicaba que debíamos continuar la ruta si queríamos aprovechar bien las horas que nos quedaban.
Salimos de allí hacia el puente del Arenal, subimos por la calle Navarra
donde paramos en la famosa heladería para ofrecerle un helado de
kalimotxo. Rechazó la invitación, me aseguró, que otro día lo tomaría.
En la plaza Circular le presenté al fundador de la villa, a Don Diego López de Haro.
También entramos en la oficina de turismo mientras le comentaba que,
en su origen, se edificó como hotel y, posteriormente, fue sede de una
entidad bancaria.
Al pasar por la puerta principal de la estación de Abando se me ocurrió
que le gustaría ver la vidriera policromada con escenas costumbristas
realizada por la Unión de Artistas Vidrieros de Irún.
Una vez admirada esta preciosa obra de arte, por las escaleras
mecánicas, en pocos minutos, estábamos de nuevo en el hall donde le
señalé el acceso a la boca de metro explicándole cuándo se inauguró, a
qué llamamos “Fosteritos” y lo profundas que son las estaciones.
De nuevo en la plaza Circular, al pasar por la fuente, le dije que aquel
era un lugar donde muchos bilbaínos hemos quedado con los amigos en
algún momento de nuestras vidas.
Entramos en la Gran Vía. Por las aceras mucha gente iba y venía, con bolsas, con mochilas, con niños, con prisas…
Unos cientos de pasos después llegamos al Palacio de la Diputación y,
para fotografiarlo, cruzamos la acera y nos colocamos al lado de la
famosa pastelería, donde le señalé el mostrador de mármol y sus famosas
trufas de chocolate.
Avanzamos hacia la Plaza Moyua, que atravesamos para sacarnos una foto
en su fuente y, desde ese punto, explicarle los diferentes edificios que
rodean esta preciosa y elegante plaza.
No lo tenía previsto pero íbamos bien de tiempo, así que se me ocurrió
salir de la Gran Vía y dirigirnos hacia la Alhóndiga, para ello cruzamos
la plaza Bizkaia abarrotada de niños de uniforme del cercano colegio El
Pilar.
En la plaza Arriquibar, delante del espejo, como dos mujeres presumidas, nos sacamos esta foto.
Dentro de la Alhóndiga hubo algunas cosas que le llamaron la atención:
el Sol en la pantalla gigante, las extrañas y divertidas columnas y el
fondo de cristal de la piscina donde, en ese momento, varias eran las
personas que practicaban natación.

Salimos de allí hacia la Plaza Indautxu donde nos sentamos a descansar
unos minutos mientras observábamos la fachada de la Casa de los
Aldeanos.
Faltaban cuarenta minutos para que Ana montara en el autobús que la
llevaría de nuevo a su casa, así que fuimos andando mientras cruzamos
Doctor Areilza donde al pasar por el Colegio de Jesuitas le expliqué que
era uno de los colegios con más solera de Bilbao.
En Sabino Arana, le conté cómo era el aspecto de la calle hace unos
años, antes de que derribaran esa variante. Seguimos hacia la estación
de Termibus y, al mirar el reloj, comprobamos que nos daba tiempo a
sentarnos en una terraza a tomar un refresco mientras hacíamos una
reflexión sobre la jornada de hoy.
El balance de Ana fue absolutamente positivo, nos aseguró a Andoni y a
mí que lo había pasado genial, que había aprendido mucho sobre nuestra
ciudad y que en estas horas se había hecho dado cuenta de lo buenos
anfitriones que somos los bilbaínos y de la maravillosa ciudad en la que
tenemos la suerte de vivir.
Minutos después tomó asiento en el autocar que le devolvería feliz a su pueblo en Cantabria.
Misión cumplida. Hemos enseñado a Ana lo más importante de Bilbao en ocho horas.
FOTOS: ANDONI RENTERIA.
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