lunes, 5 de octubre de 2015

VISITA EXPRÉS POR BILBAO

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Es cierto que Bilbao es una ciudad con muchos rincones para descubrir, muchos museos que visitar, muchas iglesias donde entrar, muchos montes o colinas que subir… En definitiva, Bilbao no es un pueblito que se recorra en dos horas, aunque solemos decir aquello de: “Bilbao es un pañuelo”. A pesar de sus dimensiones, quiero demostraros con este post, que en ocho horas alguien que venga por primera vez a Bilbao y que tenga ganas de andar, puede hacerse una idea muy completa de lo que diariamente es nuestra ciudad y de cómo somos los bilbaínos.



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El jueves día 1 de octubre, una joven cántabra que no conocía nuestra villa, se decidió a venir a conocerla si era yo quien se la mostraba.


A las once menos tres minutos me encontraba en la estación de autobuses Termibús, acompañada de Andoni, que inmortalizaría con su cámara este intenso pero divertido día.


Yo, a pesar de conocerla, escribí su nombre en un folio al estilo de los chóferes que van a buscar a gente importante a los aeropuertos. Sabía que le gustaría y no me equivoqué. Al verme su cara se iluminó mientras nos fundimos en un abrazo.


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* Después de interesarme por su viaje le indiqué que lo primero seria ver La Catedral pero…la de fútbol, así que la lleve a San Mamés. Dimos una vuelta completa al campo por el exterior. Afortunadamente, había alguna puerta abierta y pudo hacerse una idea de cómo eran las gradas.



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Desde las inmediaciones del campo le expliqué la futura obra en el canal de Deusto. Le hablé del Monte Banderas y del antiguo astillero Euskalduna.


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Continuamos camino hacia el Sagrado Corazón y, mientras pasábamos por los jardines de la Misericordia, le fui contando cuál era el origen del nombre de San Mamés y porqué a los jugadores se les llama leones. Le hizo mucha gracia la anécdota y me aseguró que la contaría a sus amigos futboleros.


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En la plaza del Sagrado Corazón, le expliqué una breve historia sobre la estatua y le indiqué dónde empezaba desde aquí la calle más importante de Bilbao.




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Nos dirigimos hacia el Museo Marítimo y, la foto desde arriba con la grúa Karola al fondo, es imprescindible. Por las escaleras bajamos hasta la puerta principal del museo, al que accedimos pero solo hasta el hall.



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Le hablé del curioso nombre de la grúa y, como era de rigor, le enseñé la gabarra y alguno de los barcos que se encuentran en el dique seco del museo.



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También le hablé de la casa de bombas y de los deportes que se practican en la ría. Se quedó asombrada de la gran actividad de nuestra arteria principal.



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En los alrededores del Palacio Euskalduna nos detuvimos para explicarle el material utilizado en su construcción que le da ese aspecto herrumbroso.



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Le pedí que se fijara en las farolas, en la estatua de Dali dentro del lago y, al otro lado de la ría, en nuestro emblemático tigre.




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Todas las historias que le contaba tanto de los tomates de Deusto o de por qué el querido felino enseña sus fauces hacia el centro de Bilbao, le arrancaban una sonrisa o una exclamación.


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Entramos en uno de los pulmones de la ciudad, quizá el más querido por los niños de todas las edades y todas las épocas. Le comenté las innumerables caídas de los bilbaínos de hace 40 años en los famosos triciclos de hierro; a punto estuve de enseñarle alguna cicatriz mía en la rodilla.


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 Después de saludar y fotografiarse con Verdi, nos dirigimos al estanque que, en ese momento, estaban limpiando.


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Nos sentamos en un banco a reposar y, para coger fuerzas, saqué un par de bollos de mantequilla típicos de Bilbao, que ella no había saboreado nunca. Le gustó mucho y se lo comió mientras le hablaba de los pavos reales, del palomar, de los barquilleros y de tantas y tantas historias de nuestro parque.




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Subimos hacia la zona de columpios para presentarle al payaso por excelencia, al inigualable Tonetti.



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De allí nos dirigimos al Museo de Bellas Artes, donde posó junto a Melpómene mientras le explicaba que, en otros tiempos de menos libertad, hubo quien se quejó de la impúdica musa, obligando al Consistorio a encargar otra con ropa, mientras que esta fue delegada al sótano de la pinacoteca.



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Pasados esos años convulsos, pudo salir al exterior, a su lugar original y, su hermana vestida, decora una fuente en el paseo de Uribitarte.





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Desde la plaza del Museo y, después de alguna foto para el recuerdo, nos encaminamos al siguiente destino que sería ni más ni menos que el Museo Guggenheim.


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Al llegar y, desde lo alto, le señalé el edificio de la Universidad de Deusto y cada uno de los edificios que se pueden observar desde aquí.



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Le encantó nuestro perrito al que solo había visto en fotos y, por supuesto, no sabía cómo era su estructura ni su sistema de riego hasta que se lo detallé yo.




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Dentro del museo todo le llamó la atención, las líneas curvas, la seguridad, la cantidad de turistas, los laberintos de Serra…todo.


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 Fue una pena que los tulipanes de Jeff Koons no se encontraran en su lugar habitual ya que los están restaurando.



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Cuando abandonamos el museo lo hicimos por la puerta más cercana a la ría para que admirara la obra de Anish Kapoor y la Araña Mummy.


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Nuestro paseo continuó por la orilla de la ría; al pasar debajo del Puente de la Salve, le expliqué el porqué de ese nombre y también le hablé de los saltos del campeonato Red Bull Cliff Diving de la semana anterior que congregó a miles de bilbaínos en torno a este puente.


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La Puerta de los Honorables fue escenario también de fotos y de explicaciones.




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Llegamos al puente Zubi-Zuri y, desde lo alto, le hablé de las Torres Isozaki, le señalé la Basílica de Begoña y, sobre todo, le mostré la alfombra que despertó su curiosidad.







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Habíamos cruzado al Campo Volantín y ella no tenía ni idea del lugar al que nos dirigíamos. Yo quería que fuese una sorpresa.



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 No es la primera vez que lo hago y, siempre se sorprende la gente cuando cruza el umbral de la estación del Funicular de Artxanda.


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Ana observaba fascinada cómo llegaba el que nos trasladaría en tres minutos a la cima del monte que tantos y tantos domingos he subido con mis padres cuando era niña.


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Durante el viaje, sus pupilas captaban todo mientras yo le indicaba los nombres de los lugares que pasábamos como Mirador a Bilbao o Ciudad Jardín.



Ya estábamos arriba, en el mirador, contemplando la Capital del Mundo desde lo alto. Aquel es un magnífico lugar para señalar e ir explicando cada edificio o cada parque o los montes de en frente.



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Ella estaba feliz, se le notaba. El entorno le resultó precioso y, a esas horas, muy tranquilo.
Minutos más tarde salíamos de nuevo a la plaza del Funicular camino del Ayuntamiento.



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Frente a esta construcción de estilo ecléctico del año 1892 y, mientras posaba para el fotógrafo, le indiqué cuáles eran las ventanas del Salón Árabe, escenario de tantos actos lúdicos e institucionales.



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Le llamó mucho la atención el nombre de la escultura de Oteiza. Claro, como a todo el mundo.



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Otra cosa que hubo que explicarle fue el sistema de apertura que tuvo el puente del Ayuntamiento, ya que, mientras andábamos por encima, se movió un poco, como sucede siempre que pasa un vehículo grande y pesado.


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 Los bilbaínos ya no lo notamos pero la gente de fuera sí, así que, merece una aclaración.



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Llegamos al Arenal, donde el kiosco nos recibe sin músicos y, por lo tanto, sin música.



Pregunta el nombre de la iglesia y yo le aclaro que se trata de la Iglesia de San Nicolás, llamada así en honor de los pescadores.



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 Entonces aprovecho para hablarle de los barcos que llegaban hasta aquí y de que si se llama Arenal es porque aquí hubo arena, cosa que parece lógica pero que no todo el mundo sabe.



También le hablo del Teatro Arriaga, del rascacielos de la calle Bailén, de la estación de la Concordia y del edificio de la Sociedad Bilbaína.



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Entramos en la calle Correo, repleta de turistas y gente con prisa. Es la hora de comer, unos irán a sus casas y otros buscan una buena mesa donde probar nuestras exquisiteces.


Eso fue lo que hicimos nosotros. No nos costó decidirnos por un restaurante, estaba planificado, con lo que no perdimos el tiempo. En apenas una hora, habíamos dado buena cuenta de unas ensaladas, un sabroso bacalao y un postre casero.


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Para bajar la comida nos dirigimos a la plaza de la Catedral, a Santiago. Después de la foto, nos pidió que le acompañáramos a una tienda de souvenirs donde adquirió un recuerdo con imágenes de Bilbao.



Una parada y una explicación en la Fuente del Perro.




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La iglesia de San Antón fue nuestro siguiente destino; para nuestra decepción, la puerta cerrada, nos impidió ver los restos de la antigua muralla y Ana se tuvo que conformar con mi explicación.




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Le hablé del puente, del escudo de la villa, de los lobos, de la familia López de Haro, de la Estación de Atxuri y de todo lo que desde el puente abarca la vista.


Entramos en el mercado de la Ribera; todavía no estaban abiertos los puestos de comida pero sí las cafeterías. Las vidrieras y la arquitectura del edificio le fascinaron.



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Era momento de visitar el Museo Vasco, el mejor desde mi punto de vista. Los jueves la entrada es gratuita, por lo que no es necesario acercarse al mostrador para solicitar el ticket.


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Subimos en ascensor a la tercera planta donde, la maqueta, nos da una idea del aspecto de Bizkaia a vista de pájaro.


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Fuimos descendiendo por las escaleras mientras le explicaba diferentes escenas de las fotografías realizadas por Eulalia Abaitua que cuelgan por las paredes entre los pisos.


Nos detuvimos en mi cuadro favorito; una escena de una cena navideña de una familia vasca pintada por Enrique Albizu.



Otra de las salas donde pasamos unos minutos observando y comentando la manera de tejer de aquella época, fue la de los telares.



Desgraciadamente no pudo ver el claustro ni el Mikeldi, ya que permanece cerrado para restaurar tan importante joya, quizá la más importante del museo.


Una vez fuera le señalé el busto de Unamuno encima del pedestal y las escaleras para subir a visitar a la Amatxu de Begoña. Allí también le hablé del Museo Arqueológico situado en la antigua estación de Lezama.


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Al entrar en la plaza Nueva, la algarabía habitual nos recibió. Muchos niños que, una vez terminadas sus obligaciones escolares, se divierten en este rincón del Casco Viejo. Quiso saber que significaba Euskaltzandia y, allí, se lo expliqué.



El reloj de la plaza nos indicaba que debíamos continuar la ruta si queríamos aprovechar bien las horas que nos quedaban.



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Salimos de allí hacia el puente del Arenal, subimos por la calle Navarra donde paramos en la famosa heladería para ofrecerle un helado de kalimotxo. Rechazó la invitación, me aseguró, que otro día lo tomaría.


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En la plaza Circular le presenté al fundador de la villa, a Don Diego López de Haro.



También entramos en la oficina de turismo mientras le comentaba que, en su origen, se edificó como hotel y, posteriormente, fue sede de una entidad bancaria.


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Al pasar por la puerta principal de la estación de Abando se me ocurrió que le gustaría ver la vidriera policromada con escenas costumbristas realizada por la Unión de Artistas Vidrieros de Irún.



Una vez admirada esta preciosa obra de arte, por las escaleras mecánicas, en pocos minutos, estábamos de nuevo en el hall donde le señalé el acceso a la boca de metro explicándole cuándo se inauguró, a qué llamamos “Fosteritos” y lo profundas que son las estaciones.


De nuevo en la plaza Circular, al pasar por la fuente, le dije que aquel era un lugar donde muchos bilbaínos hemos quedado con los amigos en algún momento de nuestras vidas.



Entramos en la Gran Vía. Por las aceras mucha gente iba y venía, con bolsas, con mochilas, con niños, con prisas…


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Unos cientos de pasos después llegamos al Palacio de la Diputación y, para fotografiarlo, cruzamos la acera y nos colocamos al lado de la famosa pastelería, donde le señalé el mostrador de mármol y sus famosas trufas de chocolate.



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Avanzamos hacia la Plaza Moyua, que atravesamos para sacarnos una foto en su fuente y, desde ese punto, explicarle los diferentes edificios que rodean esta preciosa y elegante plaza.



No lo tenía previsto pero íbamos bien de tiempo, así que se me ocurrió salir de la Gran Vía y dirigirnos hacia la Alhóndiga, para ello cruzamos la plaza Bizkaia abarrotada de niños de uniforme del cercano colegio El Pilar.


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En la plaza Arriquibar, delante del espejo, como dos mujeres presumidas, nos sacamos esta foto.

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Dentro de la Alhóndiga hubo algunas cosas que le llamaron la atención: el Sol en la pantalla gigante, las extrañas y divertidas columnas y el fondo de cristal de la piscina donde, en ese momento, varias eran las personas que practicaban natación.


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Salimos de allí hacia la Plaza Indautxu donde nos sentamos a descansar unos minutos mientras observábamos la fachada de la Casa de los Aldeanos.


Faltaban cuarenta minutos para que Ana montara en el autobús que la llevaría de nuevo a su casa, así que fuimos andando mientras cruzamos Doctor Areilza donde al pasar por el Colegio de Jesuitas le expliqué que era uno de los colegios con más solera de Bilbao.


En Sabino Arana, le conté cómo era el aspecto de la calle hace unos años, antes de que derribaran esa variante. Seguimos hacia la estación de Termibus y, al mirar el reloj, comprobamos que nos daba tiempo a sentarnos en una terraza a tomar un refresco mientras hacíamos una reflexión sobre la jornada de hoy.


El balance de Ana fue absolutamente positivo, nos aseguró a Andoni y a mí que lo había pasado genial, que había aprendido mucho sobre nuestra ciudad y que en estas horas se había hecho dado cuenta de lo buenos anfitriones que somos los bilbaínos y de la maravillosa ciudad en la que tenemos la suerte de vivir.


Minutos después tomó asiento en el autocar que le devolvería feliz a su pueblo en Cantabria.
Misión cumplida. Hemos enseñado a Ana lo más importante de Bilbao en ocho horas.



FOTOS: ANDONI RENTERIA.

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