jueves, 22 de octubre de 2015

ME COLÉ EN EL ANTIGUO HOSPITAL

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Hace semanas, paseando por la zona de Atxuri, me quedé observando un edificio que tantas y tantas veces había visto pero que jamás se me había ocurrido acceder a él.


En un arranque de esos míos, subí las escaleras y llegué a una especie de porche donde pude contemplar un mural con un gran dibujo que recrea una escena de hace más de cien años: vaquillas en la Plaza Vieja, es decir, a pocos metros de donde me encontraba.



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Pero, no me iba a quedar ahí, debía avanzar si quería saber cómo era por dentro aquel edificio de 1835 construido bajo proyecto de Gabriel Benito de Orbegozo, que se inspiró en hospitales ingleses de la época.


Crucé la puerta y me encontré con un portal donde se recibía a los alumnos o visitantes y donde había paneles informativos. A la izquierda pude ver una gran sala de recreo.


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No había nadie, así que pasé otra puerta que me llevaba directamente al centro educativo.





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No se oía ni un ruido, no se veía a nadie. Yo iba fisgando todo. Un pasillo muy largo con puertas a ambos lados; algunas abiertas me permitían observar su interior, otras cerradas removían mi curiosidad.


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De repente se abrió una de ellas y, un hombre con varias carpetas en la mano, me saludó. Respondí al saludo y continué mi camino pero él me preguntó: “¿Buscas algo?”





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Yo nunca miento, así que, le confesé la verdad a sabiendas que eso podía significar que me quedara sin mi visita y me obligara a abandonar el centro, ya que yo no era alumna sino una curiosa incorregible.




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Para mi sorpresa, me sonrió y me indicó que le siguiera asegurándome que él me enseñaría este centro educativo. Me explicó que, en ese momento, no había alumnos y al primer sitio que me llevó fue a una clase y acercándose a un gran ventanal me señaló las vistas.


Frente a mí el Colegio Público Maestro García Rivero donde, en ese momento, varias decenas de niños jugaban y chillaban con la despreocupación que solo la infancia es capaz de dar



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Seguimos el tour hacia otras aulas mientras yo iba recordando los datos que conocía de este lugar. En estos terrenos y un poco más hacia la Plaza de la Encarnación existió desde 1532, el Hospital de los Santos Juanes, el primero de la ciudad. Varias reformas y reconstrucciones se llevaron a cabo en aquel centro médico, hasta que se construyó el edificio en el que me hallaba en ese momento.




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Mi guía resultó ser un profesor muy simpático y con mucho sentido del humor que, rincón a rincón, me fue mostrando el Instituto Politécnico Emilio Campuzano que es así como se llama oficialmente.


Me llevó a otra aula donde, en una especie de taller, había diferentes aparatos y “chismes” que él me explicaba con gran paciencia y yo no entendía casi nada. Eran cosas muy técnicas y mi cerebro no está preparado para recibir esa información, le confesé entre risas.

Entonces fue cuando decidió que me gustaría más ver otras cosas.


-Te voy a enseñar un sitio que no creerías que está aquí, en el instituto.





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Por unas escaleras subimos hacia una puerta acristalada que abrió mientras, con una sonrisa, me miraba intuyendo mi reacción, que no fue otra que de sorpresa y entusiasmo al verme en un lugar mágico, al menos así me lo pareció a mí.


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Me explicó que se trataba de una zona de recreo, un pequeño oasis en medio de este imponente edificio.


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Subí las escaleras con emoción y me advirtió de que tuviera cuidado, no estaban en muy buenas condiciones. Llegué a un rincón romántico que me recordó a alguno que vi en un viaje a Oxford hace años. No sé por qué me vino ese recuerdo.


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Era un pequeño parquecito con unos bancos algo deteriorados. Mi guía admitió que no lo utilizaban mucho los alumnos.




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Mucha vegetación y varias plantas sembradas, cada una con una placa con el nombre en latín.




También pude ver un campo de deporte y, algo más arriba, un frontón con necesidad de una mano de pintura.


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Todas estas instalaciones habían pasado mejores momentos y hoy en día no gozaban de mucha salud pero a mí me encantaron. Iba de un lugar a otro imaginando mil historias y asegurando que jamás hubiera pensado que esta construcción decimonónica albergara este remanso de paz donde todo parece detenerse, donde no oyes la continua circulación de los coches a escasos metros, ni las voces de los transeúntes.


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Varias veces me alegré interiormente de haber cruzado la puerta del Instituto y, sobre todo, de haber topado con este amable profesor.



Después de disfrutar y fotografiar este bucólico rincón, me indicó el camino para acceder a otro edificio un poco más arriba, desde donde obtener una maravillosa visión de la iglesia San Antón testigo de las diferentes utilidades de este majestuoso edificio que, fue hospital y también Museo de Bellas Artes, antes de ser un centro docente.


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Este instituto se dedica a formar hombres y mujeres en carreras técnicas y facilitarles el acceso a una exitosa vida laboral. La enseñanza de calidad garantiza la inserción de estos jóvenes en el mundo profesional.


Alrededor de 1500 alumnos al año confían en este centro, en sus enseñanzas y en su profesorado.


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Cuando ya pensaba que lo había visto todo me llevó a la sala de profesores. Una estancia muy grande donde ellos se reúnen o simplemente descansan en sus momentos libres. En las paredes de esta gran habitación cuelgan unas reproducciones de cuadros de artistas vascos.


Salimos de allí y, por unas escaleras, bajamos a la planta inferior, por donde había entrado.



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Me despedí agradeciéndole su tiempo y amabilidad. No supe su nombre, no hacía falta, pero lo que si supe es que seguro era un gran educador porque se notaba que tanto el edificio como las asignaturas que imparte le emocionaban y lo vivía con gran intensidad. Uno de esos profesores motivados que tanto escasean.

Salí feliz, había curioseado en uno de los edificios emblemáticos de la villa.


 Esme










FOTOS: ANDONI RENTERIA

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