miércoles, 24 de enero de 2018

EL REGRESO DE LOS QUINQUIS



EL REGRESO DE LOS QUINQUIS


Bilbao, años 70. Tres amigos camino del colegio. Pantalón largo para no parecer niños, aunque lo fuéramos. Algo que subrayaban en casa cuando insistían en que evitáramos a extraños.


 Podían ser quinquis. Por eso, jamás llevábamos medallas. Ni relojes. Salvo uno de nosotros. Le duraron hasta la mitad del parque. Porque aparecieron unos macarras. Eran de nuestra edad.


 Les acompañaba otro tres años mayor. Lo justo para amedrentar al más valiente. Ninguno lo éramos. Y nuestro amigo se quedó sin medalla y sin reloj.


 Desde entonces, a la mínima, corríamos hacia la Gran Vía. Rápido. Porque nos seguían. Como otra vez frente al Corte Inglés.


1979. Uno de nosotros quería comprar un disco. No era precisamente de alta cuna y llevaba un año ahorrando. Tras lograrlo, salió emocionado a la calle y no se percató de que un grupo sospechoso se les acercaba por detrás. Por suerte uno de sus amigos dio la alarma y huyeron.


 Días después, en ese lugar, un chaval era asaltado por los mismos delincuentes. Acabó sin chamarra y, lo que es peor, con un navajazo en el abdomen.


Han pasado 40 años. Y los quinquis han vuelto al mismo barrio: Abando. Ojo, hubo y hay otras zonas que los padecen de manera más frecuente y brutal. Y, lo que es peor, a veces no son ni noticia.


Pero no deja de ser significativo que hasta la perla que mostramos al turismo sea territorio de niñatos amigos de lo ajeno. Quinquis dispuestos a robar y, si hay mala suerte o se resiste, a matar a un padre de familia que volvía de cena. No es alarmismo. Sino realidad. Y lo triste es que no es nuevo.


Al entrar en los 80 la crisis se mezcló con las drogas y ciertas zonas se tornaron peligrosas. Primero las conflictivas y las abandonadas por la administración. Después todas. Los quinquis pasaron de robar relojes y cadenas a dar palos gordos. Sobre todo en comercios. Salvo los yonkis más tirados, que reventaban coches para llevarse radiocasettes que luego vendían en lugares como Uribitarte.


Pero algo sucedió a principios de los 90. Desaparecieron. Recuerdo titulares con autoridades sacando pecho por el descenso de los atracos. Aunque no fue gracias a ellas. Ni a la policía. Tampoco por las leyes o los jueces. Y aún menos porque pusieran en marcha un sistema educativo que subrayara valores. Si es que se puso, porque no lo conocí. Así que no les engañen. Si los dejamos de sufrir fue, simplemente, porque los mató la heroína.


Lo aseguran quienes trabajaban por entonces contra la delincuencia y lo sabe usted, si vivió aquellos años. Porque les conocíamos. A veces, hasta por sus nombres.


 Como los de una panda que frecuentaba en 1980 el Ensanche. Por el día atracaban a menores. Y cuando caía la noche, a ancianos y vecinos que llevaban copas encima. ¿Les suena? Hasta que una tarde el barrio entero, desde jóvenes hasta abuelas talluditas, logró acorralarles en Cosme Echevarrieta.


 Los padres y madres, con uno de ellos al frente, les dejaron claro que no querían verles por allí. No hubo sopapos. Ni voces altas. Tan solo les recordaron lo fría que está la ría. Jamás volvieron. Dirá alguien que no fue buena solución.


 Que lo correcto habría sido ayudarles a recapacitar y a reformarse. De manera que, agradecidos, acabaran trabajando para Cáritas. Y que en recuerdo de aquél día celebrásemos un fiestón anual, agarrados de las manos. Pero la vida no es una frase de Paulo Coelho. Se largaron y punto. Tiempo después supimos que su jefe, un tal Johnny, había muerto por sobredosis. Y que los otros habían acabado igual. No hay mucho más que contar. Salvo que por fin, con 14 años, pude ponerme un reloj.



Estos días hablamos todos. Unos clamando venganza. Otros mano dura, hay quien blanda. Y la mayoría, reflexión. Posturas respetables. Pero la más importante es la de la familia de 'Urren'. Explíquenles que fue mala suerte, que eran niñatos a los que se les fue la mano. Y háganlo en Amorebieta. Si es malo tomar decisiones en caliente, también a distancia y cuando no te han matado a nadie.


 Siempre ha habido delincuencia. Cada vez más peligrosa. Pero los quinquis resultaban tan raros de ver como el lince ibérico. Llevamos años en los que el lobo aúlla cada vez más cerca. Que si un atraco en Autonomía o el Arenal, que si se sitúan cerca de bocas de metro y estaciones de tren...


Por cierto, los mismos que decían que la chica que sufrió a 'la Manada' no parece que fuera violada porque no ofreció resistencia, ahora dicen que 'Urren' no debería haberse encarado. ¿En qué quedamos? Porque mientras debatimos, a la delincuencia vieja y a la nueva se suman los quinquis.


Aparte de dinero, roban móviles. Por cierto, no solo gastan sus botines en drogas. También en salones de apuestas. La nueva adicción. Y no parece que se los vaya a llevar la heroína. Además, de ser así, sería una triste y cobarde solución.


Solo hay un camino: dejar claro que la calle no es suya. No lo tiene fácil el Ayuntamiento. Ni la Policía. Les detienen, por una puerta entran y por otra salen. Sobre todo siendo menores. Y si el municipal o el ertzaina les arrea una, lo mismo acaba denunciado. Pensemos en recuperar a este tipo de gente. Pero no nos olvidemos de quienes los sufren. Los que mataron a 'Urren' y sus colegas son conocidos porsus andanzas en Barakaldo,Deusto, Santutxu, Begoña o en la Plaza de Indautxu. Ojo, que esta última no es Central Park. No parece tan difícil de vigilar y limpiar.


Curiosamente esta semana han detenido, por 17 delitos, a algunos de los compañeros de los dos arrestados. Vamos, que tampoco era tan complicado demostrar que toda acción tiene consecuencias. Y si reinciden, habrá que explicárselo más claro. Hasta que lo entiendan. De lo contrario, un día lo harán los vecinos. Y se les caerá el pelo por tomarse la justicia por su mano. O serán criticados porque no es el camino. Que son críos de familias desestructuradas y que la culpable es la sociedad de consumo.


 De acuerdo. Pero culpar solo a Internet, al reggaetón y al viento sur de la delincuencia juvenil es hacerse trampas al solitario. Y lo de la ausencia de una figura paterna o materna podrá facilitarlo, pero no es la única razón. Que se lo pregunten a los muchos huérfanos criados sin uno o sin ambos. Es más, conozco a gente cuyo padre era un maltratador o la madre una alcohólica y salieron bien. Por contra, a familias aparentemente idílicas de las que surgió gentuza peligrosa.



De la misma forma que hay niños que entienden que no todo vale, otros no tienen remedio y son carne de prisión. No solo desprecian la vida del otro, también la suya. Por eso acaban mal. Y por el camino dejan lágrimas ajenas. Los quinquis han regresado y algunos no se han enterado.


Si no pueden pagar sus delitos en la cárcel, que al menos no campeen por nuestras calles. En este caso la única familia que me preocupa no es la que está desestructurada. Sino la que está destrozada: la de Ibon Urrengoetxea. ¿Y a usted?



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