lunes, 26 de septiembre de 2016

El misterio de los triciclos



Que levante el dedo el 'bilbaino con diptongo', nacido antes de los 80, que no tenga una foto sobre un triciclo del parque de los patos. Me refiero a los que se alquilaban en el kiosco verde que un día cerró y poco a poco murió. Ahora luce otro más flamante, acristalado y limpio. Pero más frío. 
 
 
El intento del Ayuntamiento por recuperar un elemento tan nuestro es loable, aunque uno no puede evitar echar de menos los triciclos oxidados que aparcaban a su vera. 
 
 
Dicen que el primer triciclo de la historia nació en 1655 y que de ahí surgieron el biciclo y la bicicleta actual. Puede. Pero no le andarían a la zaga, en años y experiencia, aquellos del parque de Doña Casilda. Al menos su aspecto, curtido en mil batallas, así lo atestiguaba.
 
 
 Por cada rasponazo del niño, ellos sumaban abolladuras y cicatrices. No era raro encontrar a uno cojo, otro con el manillar torcido, ese a falta de un pedal o aquél con el sillín como para perder la honra. Pero eran nuestros triciclos. Matábamos por ellos y lo raro es que no nos matásemos con ellos. 
 
 
Claro que eran otros tiempos. Entonces cogíamos enfermedades sin que nuestros padres colapsaran las urgencias. Si te hacías una herida, te caía bronca, y si rompías el pantalón, un azote que provocaba menos dolor que vergüenza. 
 
 
En ciertas cosas, hemos ido a mejor y en otras, no sabemos a dónde vamos. Pero lo que nadie cuestionaba entonces era nuestro derecho a montar en un triciclo y a lanzarnos por los rojizos caminos. Ahora sería imposible.
 
 
Para empezar, se exigiría que cumpliesen más reglamentos técnicos que el coche de Fernando Alonso. Lo de pedalear sin frenos, deteniendo la carrera con los pies antes de caer al estanque, se acabó. El material debería ser ecológico, reciclable y no tóxico. No sea que al niño le dé por comerse el manillar y coja algo.
 
 
 El sillín adecuado para evitar problemas de espalda o estrés postcarrera. Y luego está el circuito.
 
 
 Apto para todas las edades, etnias y religiones, con un límite de velocidad establecido, un agente de la OTA y dos municipales para impedir que los niños dejen el vehículo aparcado en cualquier sitio o sin tique. Que se ha parado a beber en la fuente, pues ajo y agua, y los abuelos a pasar por caja. 
 
 
Espera que no les quiten puntos.
 
 
Todo ello, debería ser consensuado con los vecinos. No sea que el roce de las ruedas con la gravilla moleste a alguien. Se eliminará el timbre de las bicicletas. Como mucho llevarán el tenue tintineo del tranvía. Si no se entera el peatón y acaba atropellado, mala suerte. Todos circularán con seguro de accidente.
 
 
 Los padres firmarán un consentimiento, a dos tintas y en mayúsculas, de la participación del menor aceptando la responsabilidad de lo que suceda. Para terminar, los precoces ciclistas irán pertrechados convenientemente. Con rodilleras, coderas, casco homologado por la UCI, ropa y calzado adecuado. Junto al kiosco se ubicará una ambulancia permanente, como exigen las normas internacionales. 
 
 
Un grupo de monitores se encargará de controlar y supervisar. En cuanto al precio, seguros incluidos, la media hora en triciclo rondará los 30 euros. Si el niño está en el otro extremo del parque al finalizar su turno deberá pagar un plus de 6 euros por incordiar. Y si no, que haya pedaleado más rápido.
 
 
En fin, qué quieren que les diga. A veces, a quienes vivimos fuera, nos invade la nostalgia en cada regreso. Buscamos recuperar sensaciones perdidas en un romántico intento de que otros las repitan hasta la eternidad. Pero la distancia, sobre todo si hablamos de tiempo, es una dama mentirosa. 
 
 
Visto el follón que se ha generado con las canastas de baloncesto del parque, lo tengo claro. 
 
 
Ciertas cosas nunca volverán porque, simplemente, no nos las merecemos.
 
 
 

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