Que levante el dedo el 'bilbaino con diptongo', nacido
antes de los 80, que no tenga una foto sobre un triciclo del parque de
los patos. Me refiero a los que se alquilaban en el kiosco verde que un
día cerró y poco a poco murió. Ahora luce otro más flamante, acristalado
y limpio. Pero más frío.
El intento del Ayuntamiento por recuperar un
elemento tan nuestro es loable, aunque uno no puede evitar echar de
menos los triciclos oxidados que aparcaban a su vera.
Dicen que el primer triciclo de la historia nació en 1655
y que de ahí surgieron el biciclo y la bicicleta actual. Puede. Pero no
le andarían a la zaga, en años y experiencia, aquellos del parque de
Doña Casilda. Al menos su aspecto, curtido en mil batallas, así lo
atestiguaba.
Por cada rasponazo del niño, ellos sumaban abolladuras y
cicatrices. No era raro encontrar a uno cojo, otro con el manillar
torcido, ese a falta de un pedal o aquél con el sillín como para perder
la honra. Pero eran nuestros triciclos. Matábamos por ellos y lo raro es
que no nos matásemos con ellos.
Claro que eran otros tiempos. Entonces
cogíamos enfermedades sin que nuestros padres colapsaran las urgencias.
Si te hacías una herida, te caía bronca, y si rompías el pantalón, un
azote que provocaba menos dolor que vergüenza.
En ciertas cosas, hemos
ido a mejor y en otras, no sabemos a dónde vamos. Pero lo que nadie
cuestionaba entonces era nuestro derecho a montar en un triciclo y a
lanzarnos por los rojizos caminos. Ahora sería imposible.
Para empezar, se exigiría que cumpliesen más reglamentos
técnicos que el coche de Fernando Alonso. Lo de pedalear sin frenos,
deteniendo la carrera con los pies antes de caer al estanque, se acabó.
El material debería ser ecológico, reciclable y no tóxico. No sea que al
niño le dé por comerse el manillar y coja algo.
El sillín adecuado para
evitar problemas de espalda o estrés postcarrera. Y luego está el
circuito.
Apto para todas las edades, etnias y religiones, con un límite
de velocidad establecido, un agente de la OTA y dos municipales para
impedir que los niños dejen el vehículo aparcado en cualquier sitio o
sin tique. Que se ha parado a beber en la fuente, pues ajo y agua, y los
abuelos a pasar por caja.
Espera que no les quiten puntos.
Todo ello, debería ser consensuado con los vecinos. No
sea que el roce de las ruedas con la gravilla moleste a alguien. Se
eliminará el timbre de las bicicletas. Como mucho llevarán el tenue
tintineo del tranvía. Si no se entera el peatón y acaba atropellado,
mala suerte. Todos circularán con seguro de accidente.
Los padres
firmarán un consentimiento, a dos tintas y en mayúsculas, de la
participación del menor aceptando la responsabilidad de lo que suceda.
Para terminar, los precoces ciclistas irán pertrechados
convenientemente. Con rodilleras, coderas, casco homologado por la UCI,
ropa y calzado adecuado. Junto al kiosco se ubicará una ambulancia
permanente, como exigen las normas internacionales.
Un grupo de
monitores se encargará de controlar y supervisar. En cuanto al precio,
seguros incluidos, la media hora en triciclo rondará los 30 euros. Si el
niño está en el otro extremo del parque al finalizar su turno deberá
pagar un plus de 6 euros por incordiar. Y si no, que haya pedaleado más
rápido.
En fin, qué quieren que les diga. A veces, a quienes
vivimos fuera, nos invade la nostalgia en cada regreso. Buscamos
recuperar sensaciones perdidas en un romántico intento de que otros las
repitan hasta la eternidad. Pero la distancia, sobre todo si hablamos de
tiempo, es una dama mentirosa.
Visto el follón que se ha generado con
las canastas de baloncesto del parque, lo tengo claro.
Ciertas cosas
nunca volverán porque, simplemente, no nos las merecemos.
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