Perdonen, en qué idioma hablan?». La pregunta nos ha
hizo, en agosto del 98, la camarera de un restaurante del Village de
Nueva York. Las dos parejas que compartíamos viaje y mesa nos miramos
sorprendidos. No recordábamos haber hablado en euskera y la chica era
argentina.
«En castellano»,le respondimos. «No -dijo ella- eso no era
español, era…otra cosa».
Y tenía razón. Recapitulando la conversación
concluimos que el despiste era normal.
«Estoy larri y no quiero
mojojones» o «este vino, ni para kalimotxo» o «no seas borono y deja
bote», además de los muchos 'pues' salpicados, ayudaban poco a la
ubicación del idioma. A eso añadan una lista de palabras, tan gruesas
como prácticas, de esas que gustamos llevar en el zurrón los del botxo.
He viajado en el tiempo y en el espacio para recordar, si
es que hacía falta, que además del castellano y el euskera tenemos otro
idioma: el bilbaino. No aparece en el último sociómetro, ni falta que
le hace. Existe. De hecho, guardo como un preciado tesoro, el
Diccionario de la Lengua Bilbaina.
Hace unos años, compartí con su
creador, Juan Echegoyen, aperitivo en el 'Azulito'. Hablamos de lo que
en Madrid creen que es txirene o que al güito, por alguna extraña razón,
le otorguen significado sexual. Que al balde de agua le digan cubo y al
choto, capucha. Y que si llamas trinchera a un tres cuartos impermeable
o chamarra a una cazadora no te entienden más allá de Altube.
Convenimos que el ¡aupa!, fuera de lo deportivo y según tono, sirve de
ánimo o de condolencia. Pero si el giro de cabeza es ligero, conlleva
indiferencia. Y así pasamos la tarde. Viendo que somos singulares en lo
geográfico, lo léxico y lo ortográfico.
Cierto que en cuestiones gastronómicas no hay región o
pueblo que no tenga su propia forma de catalogar verduras, pescados o
carnes. Si pides zapatero en Madrid, por ejemplo, no se imaginan que te
refieras a una palometa o japuta. El zancarrón se llama morcillo. Las
vainas, judías verdes y las alubias, judías rojas. Las rabas, calamares.
De la antxoa y su traducción como boquerón no voy a hablar.
Hasta en la
RAE llevan empanada con el asunto. Pero lo nuestro va más allá de un
mero regionalismo. Basta con recorrer 99,8 km para descubrir que, en San
Sebastián, al juego del campo quemado, ojo al dato, le llaman brilé y
no saben que las bicicletas llevan catalina. Explica tú ahora, por ahí
fuera, lo que es el color azul Bilbao.
Por eso, los que pisamos otras tierras, nos reconocemos
con un simple saludo, una palabra suelta o un taco arrastrado. Somos
capaces, incluso, de ubicar a un paisano en una localidad concreta según
llame al bígaro, caracolillo o magurio.
Lo que, sumado a lo anterior,
demuestra que somos un mundo.
De ello escribieron, unas veces con sorna y
otras, aunque pocos lo sepan, con evidente interés, ilustres del verbo
como Cervantes o Quevedo. Por algo será.
En fin, les dejo que voy para el botxo. Tengo con la
cuadrilla una jamada del copón y luego parranda. Invita Javi, el chico
viejo que deja de ser birrotxo. Tiene una potxolada de txoko, con los
del otxote, en una lonja del kasko llamado 'Los Txirene'. De piscolabis
hay antxoas albardadas y rabas. Luego alubias con sacramentos y helau de
kukurutxu.
Antes, unos potes. Dos rondas de txikitos y zuritos y una
espuela rápida, que el pastor del Gorbea dice que va a hacer fresco.
Además, el cocinillas es un peste. Absténganse los pichicomas, txotxolos
y sinsorgos.
Para los trompalaris, que pisan iturri en seguida,
prohibido llegar perfumaus.
Y el que ande kili-kolo, tranki. Tenemos
porrusalda, agua de Bilbao y el teléfono del Igualatorio. Ah, y nada de
katxis. De coger castaña, que sea con fuste. En fin pitxines, agur sin
más.
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