sábado, 30 de enero de 2016

La postal es del periodo 1915-1937.



Hace un siglo se barajó la posibilidad de ubicar un gran parque de atracciones en la cima de Artxanda semejante al que poco antes se había inaugurado en el Igeldo donostiarra. De hecho, los dos proyectos partieron del mismo promotor, Evaristo San Martín, quien contempló para ambos casos la construcción de un funicular que alcanzara las cumbres. El parque de San Sebastián se llevó a efecto, pero en Bilbao todo quedó en un gran casino al que se accedía por el funicular que ahora cumple su centenario. Pasarían muchos años hasta que la idea del centro de atracciones volviera a resurgir, aunque fuera en otra cima cercana con el fracaso por todos conocido.

El funicular se introdujo en Euskadi a través de San Sebastián gracias a Evaristo San Martín y Garaz. Este promotor donostiarra, en colaboración con una empresa suiza creada por Ludwig von Roll, puso en marcha el funicular del Monte Igeldo en 1912. Fue un proyecto que incluía un parque de atracciones en la cima, al estilo del que habían montado los barceloneses en el Tibidabo.

La idea no era nueva por estos pagos, ya que unos años antes circuló por Bilbao otro proyecto firmado por Bernardo Jiménez que pretendía aprovechar la popularidad que tenía Artxanda como destino de los degustadores de txakolí de la villa para crear un centro de ocio en la cumbre que se comunicaría con la ciudad a través de un funicular. Jiménez presentó los planos a conocidos industriales locales invitándoles a financiarlo, pero no tuvo suerte y aquel plan pasó a descansar en el cajón del olvido.

Fue rescatado al poco de conocerse el éxito cosechado por los donostiarras. En las tertulias bilbainas cada vez se escuchaba con más frecuencia la pregunta: “¿Y nosotros por qué no?”. Evaristo San Martín, conocedor del eco que había tenido su obra en Igeldo, apostó esta vez por Bilbao, jugando con ventaja sobre Jiménez al tratar de repetir la experiencia en Artxanda.

El donostiarra tenía buen pedigrí, ya que, además del citado funicular, había intervenido en la creación de la vía férrea entre Pamplona y Sangüesa, conocida popularmente como El Irati. Sus planos para Artxanda fueron del agrado del empresario Marcelino Ibáñez de Betolaza, quien inmediatamente formó una sociedad en la que puso como gerente a Rufino San Martín, hermano de Evaristo.

El pulmón de Bilbao El proyecto bilbaino contemplaba inicialmente la construcción del funicular que salvara la altura de 770,34 metros con un desnivel de casi el 45%, y de un gran casino en uno de los puntos estratégicos de la cima del monte, desde donde se dominara visualmente Bilbao y toda la cuenca de la ría hasta el Abra. Posteriormente, como había ocurrido en el Tibidabo, se montaría un parque de atracciones complementario que diera más vida a toda la zona.

La primera fase fue llevada a cabo por Pedro Guimón, acreditado arquitecto que, tras haber comenzado su carrera colaborando con Ricardo Bastida, tuvo en esta obra su gran ocasión. Los planos que trazó para el casino, de inspiración secesionista, no ofrecían duda sobre el acabado, como así fue. Recordemos que Guimón nos dejó otra obra clave en la arquitectura local, cual es el formidable edificio levantado en la Gran Vía como sede del Banco de Bilbao.

San Martín recurrió nuevamente a los suizos de Von Roll para poner en marcha el funicular bilbaino. Sin embargo, las obras sufrieron un inesperado retraso que impidió la apertura de todo el complejo en las fechas inicialmente previstas, las fiestas agosteñas de Bilbao, por lo que la inauguración tuvo lugar a mediodía del jueves 7 de octubre de 1915 bajo la presidencia del alcalde en aquella época, Benito Marco-Gardoqui.

En el acto inaugural, todo un acontecimiento social en Bilbao, Ibáñez de Betolaza hizo saber a los presentes que la obra continuaría con la construcción de una gran rotonda delante del casino para fiestas al aire libre, primer paso hacia la creación de todo un centro de ocio para la capital vizcaina.

Una fuerte campaña publicitaria, iniciada días atrás, ponía en conocimiento de los bilbainos que el precio del billete de ida y vuelta en el funicular era de 0,50 pesetas, si bien las personas mayores y niños pagaban la mitad. Es más, los abonos trimestrales con número indefinido de viajes costaba 15 pesetas.

El casino El aspecto exterior del casino hacía prever que el interior no le iba a la zaga: “Sus comedores amplísimos, rematados en unas amplísimas rotondas encristaladas, están llenos de ventanales y construidos con tanto acierto, que no habrá mesas interiores, y desde ellas se estará viendo todo el panorama”, decía una crónica de la época al tiempo que felicitaba al arquitecto Guimón por la construcción de un edificio “que va dotado de todo género de comodidades y construido de un modo que tiene que encantar al público”.

A decir de la publicidad, el restaurante, en manos del dueño de la cocina del Igeldo, hacía gala de su especialización en cocina del botxo. Había menús por 5 pesetas. Me resisto a traducirlas a euros. El día inaugural se sirvieron más de ochenta almuerzos que, por cierto, debieron estar bien regados porque, según los cronistas, algunos comensales llegaron a coger los manteles para imitar al torero Lucio Vicario Botines con el capote.

El aspecto nocturno del edificio, con su fachada iluminada, era impresionante. Los bilbainos lo miraban orgullosos prometiéndose una próxima subida en funicular. A fin de dar vidilla al negocio, la empresa organizó competiciones al aire libre que se aprovechaban de la comodidad de acceso. El concurso de cometas, por ejemplo, tuvo tal eco popular en la Villa que provocó una enorme afluencia de asistentes. O el Museo Histórico-Militar y Geográfico que, a modo del existente en Berlín, se montó coincidiendo con las fiestas de Bilbao de 1918.

El casino llegó a acomodar un salón como cinematógrafo, obteniendo el permiso correspondiente en junio de 1916. Para acceder a él únicamente se precisaba la presentación del billete del funi. No tiene nada de extraño, por tanto, que el pase por aquella pantalla del film Maciste supusiera un gran éxito y su fuerza hercúlea asombrara a todos. Tanto como el documental que registraba el combate de boxeo entre Johnson, campeón del mundo, y Willard, su retador, y que también se vio en aquella sala.

Críticas e invitados Pero no todo fueron felicitaciones. El periódico El liberal cargó tintas contra la obra de Artxanda en la pluma de Teodosio Mendive quien se mofó al decir “Ahora, al menos, hay más facilidades para ir a coger grillos. Antes era imposible por el tiempo que había de emplearse en ir al monte; pero ahora, aún los hombres de negocios más atareados pueden disponer de un par de horas para ir a grillos”. Se preguntaba por la necesidad de todo el complejo señalando con sorna que “revolucionará las costumbres de los bilbainos que hasta ahora nos hemos movido en un perímetro de pista de circo”. La estocada final del comentario no tiene desperdicio al señalar que “si el casino resulta como el de San Sebastián y Biarritz, se presentará un nuevo negocio colosal, haciendo otro funicular en otro monte, el Monte de Piedad”. Mendive incide además en que “se ha tardado tres veces más de lo que debiera por falta de educación adecuada del capitalismo, falta de producción de máquinas en el país y falta de gobernación”.

El Casino de Artxanda pasó a convertirse en lugar de citas gastronómicas de postín y de inolvidables tardes de cafecito largo. Por supuesto que era obligado llevar a los visitantes ilustres a tan señalado lugar para darles cuenta del desarrollo de la villa desde sus amplios miradores. La mítica Asociación de Artistas Vascos, por ejemplo, tenía por costumbre utilizar aquella atalaya para sorprender a sus invitados, no en vano el arquitecto Pedro Guimón era miembro de su junta directiva.

Uno de ellos Pío Baroja, quien el sábado 15 de diciembre de 1917, tras los postres, leyó un discurso mordaz que levantó ampollas: “Si hay que fijarse en las chimeneas, en los humos, en las máquinas, este pueblo avanza a pasos agigantados; en cambio, si se fija uno en los hombres y en los hombres de empresa, ya no parece que marcha tanto (…) En Bilbao, como en todo el País Vasco, echan más chispas las chimeneas que el espíritu de los hombres”, dijo y se quedó tan ancho. La polémica quedó servida.

La agilidad de un centenario Con sus más y sus menos, tanto el funicular como el casino siguieron su curso hasta que, en la primavera de 1937, cedieron al salvaje impulso de la Guerra Civil. El funicular fue destrozado por los disparos de la aviación franquista, suspendiendo su servicio el 18 de junio. El casino, reducido a escombros, fue mudo testigo de la batalla previa a la caída de Bilbao. Sólo quedó la explanada en la que un monumento recuerda hoy el hecho histórico.

El funicular fue reparado por Mariano del Corral y reinaugurado el 18 de julio de 1938. Entraron en servicio unos coches azules de madera que cumplieron su misión de transporte durante varias décadas, hasta el 25 de junio de 1976, cuando, un fallo en los frenos al cambiar los cables, provocó la caída libre del coche superior hasta el andén inferior.

A pesar de la espectacularidad del suceso, sólo hubo un herido, Isidro Aurrekoetxea. Fui testigo de su evacuación al centro hospitalario y aún le recuerdo cuando, tumbado en la camilla que le llevaba al hospital, me preguntaba extrañado si no había habido más víctimas.

La destrucción de los vehículos fue aprovechada por el Ayuntamiento para instalar otros más funcionales y modernos, además de acordes con nuestro tiempo. El nuevo servicio fue interrumpido a causa de los desprendimientos producidos por el temporal de agosto de 1983 que provocaron las históricas riadas.

Artxanda se quedó sin casino y sin parque de atracciones. En su lugar se mantienen la pista de patinaje -¡qué bailongos se organizaban allí en la década de los años 50!-, los restaurantes y txakolies. 



Pero sobre todo, nadie duda de su importancia como especial y apreciada atalaya de Bilbao


Texto de Alberto López Echevarrieta













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